(Publicado en El Mundo de León, el 17 de enero de 2010)
Yo fumo. Aunque, como es condición de casi todo fumador que se precie, me debata día tras día entre dejarlo o seguir. No es que reneguemos, sino que nos gusta. A estas alturas nadie necesita redundar sobre los perjuicios del tabaco, todos los conocemos, y más los fumadores, que los experimentamos en carne propia. Tampoco cabe defender lo insostenible, una adicción perniciosa es lo que es, y punto. Sólo se puede lamentar retrospectivamente (lo cual no vale de mucho, la verdad) que el "padre Estado" se haya puesto a salvaguardar la salud de los fumadores activos y pasivos cuando se ha percatado de que el saldo contable le es desfavorable, de que ingresa menos por los impuestos del tabaco de lo que luego gasta por sus daños. Pero dicen que rectificar -¿aunque tarde y por esos motivos?- es de sabios.
Por parecidas causas entiendo que se regule cada vez más y se limite y delimite el uso del automóvil, para evitar que se convierta en el peligro público que se deduce de las cifras de víctimas de accidentes. El carné por puntos o las restricciones y sanciones de tráfico han demostrado su eficacia en este terreno. Nada en contra, por lo tanto, hacia una regulación mayor y menos permisiva sobre el tabaco, otra industria más antaño boyante y hoy bajo sospecha.
Pero, dicho esto, también diré que estoy, estamos muchos fumadores, hasta la coronilla del debate nicotínico, hartos de los defensores del sacrosanto derecho a fumar y de los que niegan el pan y la sal a los fumadores. Unos, los primeros, por sus groseros argumentos, eso de la supuesta libertad y tal, como si hubiéramos de oponernos a estas normas esgrimiendo aquí una especie de desobediencia civil digna de abundantes y muy superiores causas. Esos testimonios, además, en el terreno político son de una bajeza y partidismo vergonzosos: recuérdense los incumplimientos y exabruptos del gobierno madrileño contra las leyes estatales, que prefiero no repetir. Que no me defiendan estos: punto para no fumar.
En el otro extremo,
Ni altares ni condenas, que ya somos mayorcitos, fumaremos (o no) donde nos dejen, y recuerden, eso sí, que el vicio clandestino sabe mejor. Vicente Verdú mantiene en uno de los mejores libros sobre el tabaco y su añoranza que se han escrito ("Días sin fumar", 1989), algo así como que el humo es la nación de los que fumamos y cuando lo dejamos nos convertimos en apátridas, exiliados y atónitos administradores de un tempo vital ajeno, extraño y colmado, al menos durante la época de abstinencia, con minutos sin sentido, sin norte, sin humo (punto para dejarlo: poder decir cosas como éstas).
Según la leyenda negra del tabaco, uno de los primeros europeos que fumó, Rodrigo de Jerez, marinero de las carabelas colombinas por más señas, fue encausado por brujería por

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