(Publicado en El Mundo de León el 20 de diciembre de 2009)
Aunque el viaje en coche ha sido breve, el viento gélido del norte que corta las calles desiertas y afila los rostros hace desear que hubiera durado más. El domingo aún se resiste a desperezarse y el sol luce con un engaño de inminente invierno, por eso el paseo hasta el edificio que queremos visitar, y que, por error y falta de indicadores (tal es su discreción) hemos equivocado, se hace algo fastidioso a causa de la aspereza del ambiente. Sin embargo, un canalillo de agua que recorre el eje de la calle, flanqueado por hileras de cipreses con un vago efecto fúnebre, guía nuestro dubitativo trayecto, que pronto se ve confirmado ante la elocuente presencia de un edificio algo apartado pero en absoluto pomposo, con la personalidad digna y humilde de una antigua escuela de pueblo que hubiera retoñado con un nuevo y pulcro vigor.
En la puerta, discretas marcas y algún cartel ratifican que hemos llegado y un paisano lacónico nos franquea amablemente
Cuando salimos de nuevo aún podemos deambular por un jardín discreto y breve en el que crecen la escultura oronda de una artista de la tierra en una piedra blanquísima que se diría rubicunda; un híbrido vagamente animal, obra de un artífice madrileño, y las sabias aristas arrebatadas al mármol de Carrara por un creador japonés, cuya planitud parece envidiar el acicalado césped que lo circunda. La sombra de los árboles ahora sin hojas y el rumor del agua que corre por el costado de la recatada tapia de piedra que envuelve el jardín apartan este pequeño universo de la fría mañana de diciembre. Pero cuando nos alejamos parece ahora que el pueblo es otro, que las casas y las calles, tan semejantes a otras cualesquiera en tantas localidades cercanas, tienen un vago aire de distinción, como si se beneficiaran de una suerte de emanación de la Casa que acabamos de visitar, tan insólita y tan acogedora a un tiempo.
Más tarde me enteraré de que esta Casa lleva todo el verano organizando talleres, conciertos, conferencias... y que todos ellos han contado con la concurrencia animada de las gentes de alrededor y de muchos otros; que la Casa quizás guarda el eco de esos actos públicos de ciudadanía como el secreto de la pátina que va dándola carácter y cimentándola en estas tierras en apariencia tan hoscas.
Y me viene a la mente que en un país de inversiones culturales desenfrenadas, millonariamente guarecidas en los dineros de todos, en tierra de despilfarros y "proyectos ambiciosos" anunciados a bombo y cornetín por la verborrea incontinente de la propaganda y la improvisación, esta Casa, hecha carne con mesura y fundamento, sin voceros ni padrinos inútiles, con dinero privado y la privanza de lo bien hecho, pone en evidencia el frecuente ridículo de toda esa parafernalia tosca debajo de la cual suele haber nada.
Al salir, me volví a fijar en el nombre del lugar: "Fundación Cerezales Antonino y Cinia". No los conozco de nada, pero me gustaría reconocerles íntimamente la grata mañana de este invernal domingo que ha sido otra, mucho mejor, gracias a ellos.
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